Había un río indeleble dentro mío.
Una corriente vanidosa y espigada,
un hilo inmortal de humedades
vacías,
de anhelos extraordinarios,
de dolores de alma, de huesos y
piernas.
Yo era una zona liberada
apenas difusa, inalcanzable;
una razón de lápida para los
muertos.
Llevaba a cuestas una canción
que repetía cada día.
Llevaba un costal de sueños,
esperanzas arrancadas de mil
manos,
llevaba a cuestas una espalda
con un débil tormento.
Tronaba mi cauce por las penumbras
y llovía mi carne por el camino.
Era la barranca febril del verano
donde se incendiaban los luceros.
Yo veía las lunas desnudarse
tiritando invisibles madrugadas.
Y de rama en rama,
como el paseo escandaloso de las
estatuas
yo también me hacía añicos.
Subía por la desembocadura virgen
que suponen tener los destinos.
¡Ah!
había un río inescrutable dentro de
mí.
Era la mano abierta del amigo,
una campana rota,
una copa repleta de vino.
Era yo un río, si.
Infinito.
Héctor que belleza de sentimiento, imágenes, palabras...soberbio poema. Nunca dejes de fluir como ese río infinito, mi querido amigo.
ResponderEliminarMuchas gracias por el comentario. ¡Besos grandes!
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